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jueves, 22 de noviembre de 2007

Hay gente a la que da gusto leer

Sacado del Marca:

Cruyff fue contratado en el verano de 1988. El Barça acababa de padecer una de las peores crisis de su historia. El trauma de la derrota en la final de la Copa de Europa de 1986 había destruido el club. El motín de los jugadores contra el presidente Núñez superaba todas las fronteras conocidas del desconcierto. El fichaje de Cruyff se antojaba como la última bala de un presidente que se había caracterizado por el populismo. En el primer Núñez se apreciaba la semilla de los dirigentes que harían furor en los años noventa. Como tantas otras estrellas, Cruyff había abandonado el Barça entre críticas, pero su inolvidable primera temporada le acreditaba por encima de cualquier rechazo. En 1973, el Barça voló tras la llegada del astro holandés. El 0-5 en el Bernabéu fue la cima simbólica, aunque no el mejor partido, de aquel equipo. Sólo por ese capital, Cruyff tenía más galones que nadie en el barcelonismo. Núñez lo sabía y le fichó. Cuestión de supervivencia.

Sin embargo, no hay mito que aguante una saga de derrotas. En su primera temporada, el Barça ganó la Recopa de Europa, sin saber que la victoria frente al Sampdoria sería el anticipo de otra más aclamada, tres años más tarde. Pero la Recopa era caza menor. El equipo hegemónico no era otro que el Real Madrid. La segunda temporada tampoco ayudaba a la causa de Cruyff. Descolgado en la Liga, sólo le quedaba la oportunidad en la final de Copa, no tanto porque el título pudiera saciar al barcelonismo como por el significado de una victoria sobre su gran adversario. Eran pocos los que apreciaban la profunda transformación que había comenzado el técnico holandés. No resultaba fácil adivinar el impacto de un hombre que traía un modelo tan peculiar como atrevido. En un país apasionado por el fútbol, pero poco abierto en aquellos días al debate técnico, las cualidades de los entrenadores se identificaban más con las relaciones públicas que con su verdadera aportación al juego. Fue luego, en la década siguiente, cuando emergió una nueva generación de entrenadores españoles, en buena medida por el efecto que tuvo el Milan de Sacchi y el Barça de Cruyff en los aficionados. De repente, se generó una fascinación por los recovecos del juego que prendió entre los jóvenes preparadores. Pero a finales de los ochenta el panorama era muy diferente. Los mejores equipos españoles estaban dirigidos por técnicos extranjeros. Entre todos ellos, Cruyff parecía un enigma.


Desde su etapa juvenil en el Ajax, Cruyff había sido un jugador con opiniones propias. Nunca pensó como los demás. Su relación con Rinus Michels se estableció a partir de un proceso intelectual. Los dos tenían algo de visionarios en un equipo que marcó una época en el fútbol. Y la marcó desde la nada. En términos casi religiosos, el Ajax significó una reforma total contra el dogma del catenaccio que prevalecía en la década de los sesenta. Y Cruyff era el profeta de una nueva religión futbolística. Su aproximación al juego se relacionaba con la belleza, la arquitectura espacial del fútbol, la voluntad de ataque, la precisión, la velocidad, la técnica, la cohesión colectiva y el deseo de trascender el resultado. “Me gusta ganar jugando bien. Y si pierdo, prefiero hacerlo jugando bien”, comentaba Cruyff. No había nacido para el aburrimiento. Como entrenador demostró inmediatamente la coherencia y la altura de sus ideas. Restauró al Ajax como uno de los equipos más atractivos de Europa y estableció un ideario que fue la envidia del fútbol mundial. Jóvenes jugadores como Van Basten, Rijkaard o Bergkamp se adiestraron con el magisterio de Cruyff, uno de los escasos ejemplos donde la importancia como entrenador iguala o supera al legado como futbolista. Y eso no es nada fácil con un hombre considerado como uno de los cuatro mejores jugadores de la historia.


Todo lo que hoy se celebra en Cruyff no parecía tan claro en sus dos primeras temporadas en el Barça. Buena parte de la prensa no entendía su mensaje futbolístico. Se le consideraba más loco que osado, más irresponsable que sensato, más incomprensible que didáctico, más perdedor que victorioso (nunca ganó la Liga como técnico del Ajax), más ególatra que entrenador. Sin embargo, la revolución había comenzado. Aunque el Milan de Sacchi, y de sus tres holandeses, trataba de imponer su excepción al modelo característico en aquellos tiempos, el 5-3-2 con libre y carrileros pelmas, nada se podía comparar al Barça que pretendía Cruyff, donde regresaban los extremos como piezas fundamentales. Extremos insospechados muchas veces. A Cruyff le resultaba más importante la función que el órgano. Si esta cuestión significaba colocar a Lineker, un rematador y nada más que un rematador, o a Julio Salinas como extremo derecha, la decisión estaba tomada: los dos se iban a la raya derecha. Lo importante era ganar espacios, abrir las defensas, disponer de la pelota como estrategia ofensiva y defensiva, abrumar al adversario con un juego rápido, donde todos los jugadores conocieran exactamente su función, donde cada uno expresara sus mejores cualidades por raras que parecieran.


El trabajo de Cruyff no fue sencillo porque los resultados no funcionaban y por la enorme cantidad de prejuicios que pesaban en el fútbol. En un medio que favorecía el discurso defensivo, las ideas del técnico holandés se interpretaban como una chaladura. Donde todos añadían defensas (dos centrales, un líbero, dos laterales con el adjetivo de carrileros y un medio tapón), Cruyff agregaba delanteros o jugadores con una vocación ofensiva. No pocas veces utilizó sólo tres defensas y siempre definió el juego con un medio centro creativo, primero Luis Milla, luego Pep Guardiola. Los dos extremos eran obligatorios. Sólo los quería para los últimos 20 metros, como al delantero centro. No los quería para trabajos que luego repercutían en su eficacia. No los quería para defender. También era asombrosa su selección de jugadores. Comenzaba por una confianza absoluta en la creación de especialistas. Para eso estaba la cantera. Tenía ventajas indiscutibles que tardaron mucho en observarse: el sistema de producción de la cantera aseguraba un tipo de jugador a la carta, saneaba la economía del club y establecía un magnífico vínculo con el entorno social. Cuando Cruyff llegó al Barça, el equipo estaba prácticamente integrado por jugadores forjados fuera de la cantera azulgrana. Cuando dejó el club, una parte sustancial del equipo procedía de las categorías inferiores: Guardiola, Amor, Sergi, Ferrer y varios futbolistas notables, pero de menos éxito.


En lo que parecía un atrevimiento descabellado, su equipo rompía muchas normas presuntamente sagradas. Ferrer y Sergi no llegaban al 1,70. Koeman, quizá el jugador más importante de la ‘era Cruyff’, era un armario que jugaba sin red de seguridad en el centro de la defensa. Un chico flaco que no podía correr, ni saltar, oficiaba de medio centro: era Guardiola. Laudrup fue rescatado del fútbol italiano, donde no se tuvo ninguna consideración por sus habilidades, y deslumbró como extremo o como delantero centro falso, aunque no pudiera quitar la pelota a nadie. Más tarde llegó Romario, un gordito que estaba en las antípodas de los arietes al uso. Pero Cruyff quería divertirse. Y Romario, cuando le apetecía, era la diversión asegurada. Stoichkov venía del incierto fútbol del Este. Era arrogante, rápido y poderoso. Quería jugar suelto. Cruyff le ubicó como extremo a palo seco. A Beguiristain, también, aunque no era tan rápido, ni tampoco se caracterizaba como regateador. A Beguiristain le caracteriza su astucia. Eusebio era tan pequeño como los otros. Tampoco impresionaba por su rapidez. Todo lo contrario. Excepto para pensar y pasar. Para eso era un rayo. Ni Amor, ni Bakero, se distinguían por su presencia atlética, pero eran listos, competitivos y abnegados. Como ocurrió con Hugo Sánchez, cuesta recordar un regate de Bakero en toda su trayectoria en el Barça. Lo que se recuerda es su juego a un toque y sus vertiginosas incorporaciones al área, donde le salía el rematador que llevaba dentro. En conjunto, ése fue el Barça glorioso de Cruyff, no el de aquella tarde de abril de 1990, cuando su futuro se cuestionaba en todos los corrillos y Menotti esperaba la llamada definitiva.


El Barça ganó la final (2-0). El Madrid conquistó la Liga. La victoria permitió a Cruyff continuar al frente del equipo. El Madrid no volvió a ganar el campeonato hasta la temporada 94-95. El Barça conquistó cuatro títulos consecutivos de Liga y la Copa de Europa que tanto se le había resistido. Esos son datos que avalan la superlativa carrera de Cruyff al frente de un equipo glorioso. Sólo datos. Lo fundamental tiene un carácter más profundo: el Barça torció su historia de lamentaciones y se convirtió en el equipo chic, quizá la gran referencia del fútbol mundial. A Cruyff le corresponde todo el mérito de la transformación. Contestó a quienes le cuestionaban con una saga impresionante de victorias. Respondió a quienes predicaban el fútbol defensivo con una de las apuestas ofensivas más clamorosas que se recuerdan. Devolvió todo el placer de la belleza al fútbol. Negó otra falacia: el deterioro del vigor competitivo por la belleza. Demostró el crucial valor de la cantera. Divirtió a todos, hinchas o no del Barça. Su grandeza fue universal. Pero su legado no terminó con él. El mismo club que sólo había obtenido dos Ligas entre 1960 y 1990 y que jamás había logrado la Copa de Europa, ha ganado dos finales de la Liga de Campeones y ocho de los últimos 17 campeonatos nacionales. Todos con entrenadores holandeses. Es, sin duda, la edad de oro del Barça. Detrás hay una figura apoteósica: la de Johan Cruyff.